domingo, 25 de julio de 2010

Las leyes del vino en España y la Comunidad Europea

El vino y la viña son inseparables de nuestra cultura. Desde que el hombre deja testimonios gráficos para la historia, aparece en escena con una jarra de vino en la mano: en las pinturas egipcias, en las ánforas griegas, en los mosaicos romanos.

A pesar de tan ancestral cultura del vino, con su proyección social, literaria y mística, el Derecho tardó mucho en entrar en este campo, que le era ajeno mientras pertenecía al mundo de las satisfacciones de los sentidos o de los sentimientos. Sólo cuando el vino se convirtió en un problema de salud, de orden público o económico -y los poderes públicos se interesaron por estas cuestiones- es cuando las pragmáticas y las leyes hicieron acto de presencia, primero prohibiendo, después fomentando y luego regulando la producción, la comercialización y el consumo.

No se pretende aquí, ni vendría al caso, hacer una síntesis histórica de la legislación vitivinícola; más bien hay que poner de relieve que no la hubo hasta tiempos recientes, salvo algunas medidas de policía de abastos, casi siempre de carácter local, que en España empiezan a adoptarse a mediados del siglo XVII, más para frenar los excesos de algunos vinateros que para regular las campañas. Durante el siglo XIX siguieron publicándose numerosas disposiciones del mismo tenor aunque, por influjo de las nuevas tendencias, se fue sustituyendo la idea de los «abastos» por la de la calidad. Tal vez sea la Real Orden de 23 de febrero de 1890 la primera de las disposiciones relativas a la elaboración de los vinos, real orden que hubo de ser reforzada por el Real Decreto de 7 de enero de 1897, cuyo preámbulo es muy ilustrativo.

Y así, prescindiendo de detalles que enturbiarían la claridad del esquema, se llega al Estatuto del Vino de 1932, en el que se intenta por primera vez la regulación completa del sector. Con el paso del tiempo, este notable cuerpo legal quedó desbordado por los avances tecnológicos y la expansión de esta rama de la producción agraria, y sus previsiones resultaron insuficientes o inadecuadas a la nueva situación creada en el entorno por la Comunidad Económica Europea.

Al efecto, por Ley 25/1970, de 2 de diciembre, se aprobó un nuevo Estatuto de la Viña, del Vino y de los Alcoholes, que es el que está formalmente -sólo formalmente- en vigor.
Porque, después de esto, se han producido dos acontecimientos importantes: la promulgación de la Constitución Española de 1978, que configura el Estado de las Autonomías, y el ingreso de España en las Comunidades Europeas.

En principio, las competencias en materia de agricultura -y, por tanto, las relativas al cultivo de la vid y a sus productos- corresponden a las comunidades autónomas, si bien esa competencia no excluye toda intervención estatal sino que es una competencia compartida, como reiteradamente ha declarado el Tribunal Constitucional.

De otra parte, la integración de España en la hoy llamada Unión Europea supuso la aceptación del acervo comunitario y el reconocimiento de la supremacía de sus normas sobre el ordenamiento jurídico interno. A diferencia de lo ocurrido con otros productos incluidos en el marco de la Política Agrícola Común, que desde los inicios contaron con una Organización Común de Mercado, la OCM del vino no surge en la Europa de los seis hasta 1970, y hasta hace relativamente poco tiempo se ha venido rigiendo por el Reglamento (CEE) 822/1987, del Consejo de 16 de marzo de 1987. Desde entonces se han dictado un sinfín de disposiciones comunitarias de desarrollo y aplicación, lo que hacía que la regulación del sector fuera sumamente compleja. Por fin, se adoptó el Reglamento (CE) 1493/1999, de 17 de mayo, por el que se establece la nueva OCM vitivinícola, que es de aplicación directa en todos los Estados miembros a partir del 1 de agosto de 2000.

El otrora flamante Estatuto del Vino de 1970 ha quedado desfasado de tal forma que sería difícil precisar cuáles de sus preceptos siguen en vigor. De ahí la necesidad de una nueva ley, ya sugerida por el Consejo de Estado en su memoria del año 1996, si no se quiere continuar en este campo como decía Pomponio que estaba el pueblo romano antes de las Doce Tablas: «sine lege certa, sine iure certo» (D.2.1.1.2).

Consta esta ley de cuatro títulos, que tratan sucesivamente de los aspectos generales de la vitivinicultura, de la protección del origen y la calidad de los vinos, del régimen sancionador y del Consejo Español de Vitivinicultura.
En el primero de ellos, después de definir con lenguaje castizo los productos y las prácticas de cultivo, se abordan, de ordinario según la normativa comunitaria, las cuestiones capitales en esta materia, tales como lo relativo a las plantaciones y replantaciones, al riego de la vid y al aumento artificial de la graduación alcohólica natural, así como a la drástica medida del arranque de las viñas que estrenó en su tiempo el emperador Domiciano, hijo de Vespasiano, cuando para remediar la escasez de trigo y el exceso de vino mandó descepar la mitad de las viñas en todo el Imperio.

En el título II se establece un sistema de protección de la calidad de los vinos con diferentes niveles, que pueden superponerse para los que proceden de una misma parcela, siempre que las uvas utilizadas y el vino obtenido cumplan los requisitos establecidos. De ahí resultan las distintas categorías de vinos: los de mesa con derecho al uso de menciones geográficas, los vinos de calidad producidos en regiones determinadas, los de calidad con indicación geográfica, los vinos con denominación de origen calificada o no, y los vinos de pagos, con sus correspondientes órganos de gestión.

En el título III se regula el régimen sancionador aplicable a las infracciones administrativas en materia de vitivinicultura y en relación con los niveles de protección de los vinos, que necesariamente debe establecerse en una norma de rango legal en cumplimiento del principio de legalidad recogido en la Constitución.
No obstante, no todo el título III tiene carácter de normativa básica, sino únicamente aquellos preceptos que por su trascendencia juegan como niveladores del sistema sancionador, de manera que aseguren unos criterios de mínima y básica homogeneidad al conjunto del sistema.

Por su parte el título IV se dedica al Consejo Español de Vitivinicultura, concebido como un órgano colegiado de carácter consultivo de representación de las Administraciones del Estado y de las comunidades autónomas, así como de las organizaciones económicas y sociales que operan en el sector de la vitivinicultura.

Además de para el cumplimiento de las funciones específicas que le marca la ley, el Consejo aspira a ser un foro de encuentro, debate y formulación de iniciativas en orden a la mejora económica, técnica y social del sector vitivinícola español.
Si se compara este contenido con la amplitud del Estatuto del Vino de 1970, pudiera dar la impresión de que estamos ante un texto incompleto. Sin embargo, no es así. Dado que esta materia se halla minuciosamente regulada por el Derecho comunitario, dejando escaso margen de maniobra a los Estados miembros para el ejercicio de su potestad normativa, sería poco prudente incluir en una ley -cuyo principal objetivo es el de proporcionar una seguridad jurídica que ahora no existe- previsiones contingentes.

Según estadísticas fiables, España es el tercer productor de vino y posee la mayor extensión de viñedo del mundo, con una superficie cultivada de 1.140.000 hectáreas. Un tercio de esa producción corresponde a vinos de calidad. Se exportan cada año unos diez millones y medio de hectolitros de vinos y mostos, y aun así hay grandes excedentes.

Lo dicho pone de manifiesto la importancia, la necesidad y la oportunidad de una ley, tan esperada, como ésta, en cuyo proceso de elaboración se ha oído a las comunidades autónomas y se ha recabado el dictamen del Consejo de Estado.

Por último, esta ley tiene la condición de legislación básica dictada al amparo de lo dispuesto en el artículo 149.1.13.a de la Constitución, que atribuye al Estado la competencia exclusiva en materia de bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica, en aquellos preceptos o parte de los mismos que se especifican en la disposición final segunda.

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